Fue en 1427 cuando Diego de Silves avistó unas islas en los confines del Atlántico, a unos 1.300 kilómetros de la costa portuguesa. Perdidas erupciones de volcanes submarinos, que habían asomado el hocico sobre la superficie del océano unos cinco millones de años atrás. Llamaron a aquellas islas Os Açores, por unas aves que les dieron la bienvenida y que ellos confundieron con azores, aunque eran, en verdad, águilas ratoneras. A la más grande la llamaron São Miguel, la «ilha» verde, la más poblada actualmente, la más variada en paisaje y más rica en cráteres pintorescos y lagos legendarios. La capital de São Miguel, Ponta Delgada, lo es también del archipiélago.
Es una ciudad señorial, con buenos monumentos manuelinos, casas nobles convertidas en restaurantes o locales acogedores, calles empedradas y recogidas en el casco antiguo, y modernas avenidas flanqueadas de lujosos hoteles y parques junto al paseo marítimo. Los tres arcos dieciochescos de lava oscura de la plaza de Gonçalo Velho son como el logo o emblema de la ciudad. En el antiguo monasterio de Santo André, convertido en Museu Carlos Machado, pueden verse colecciones de arte junto a cachivaches de la vida tradicional de la isla. En el puerto, el fuerte de São Bras es lugar idóneo para acabar los paseos por el bulevar marino comprando artesanía, dulces y quesos típicos de las Açores en general, o licores exóticos de São Miguel en particular: de maracuyá, chirimoya, piña o de frutas tropicales aclimatadas en la isla desde el siglo XIX y que ayudaron a apuntalar su prosperidad.
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