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Que una fiesta dé comienzo a las cuatro de la madrugada (sí, se ha leído bien) sólo puede indicar que lo que aguarda promete ser incombustible. Así es realmente el carnaval de Basilea, el único protestante del mundo: una celebración alegre, colorida y caótica, en la que esta ciudad suiza bañada por el Rin se convierte en un batiburrillo de máscaras, música y humor difícilmente superable. Nada extraña que, por su creativa originalidad, haya sido declarado por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad

 

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Y es que, durante tres días exactos (el broche de oro también es a las cuatro de la madrugada), que tienen lugar una semana después que el resto de los carnavales (este año, del 27 de febrero hasta el 1 de marzo), el serio y ordenado carácter que distingue al país de los relojes entra en un estado de excepción. El carnaval de Basilea (Basel Fasnacht en alemán) logra que la ciudad se revolucione a golpe de tambores estruendosos, farolillos que brillan en la oscuridad y desfiles de comparsas que abordan los asuntos de actualidad política de una manera mordaz.

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Durante este tiempo al que los lugareños llaman drey scheenschte Dääg (los tres días más bellos del año) todos los bares y restaurantes del casco viejo mantienen sus puertas abiertas. Y locales y visitantes (la ciudad recibe unas 200.000 personas en cada edición) sucumben sin remedio al influjo de la fiesta. 

 

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UN BAÑO DE CULTURA

Afortunadamente, el carnaval pasa y Basilea recupera su perfil tranquilo, el mismo que hace de esta ciudad, la tercera más poblada de Suiza (después de Ginebra y Zúrich), un rincón sereno y apacible, ideal para hacer una escapada de motivación cultural. Porque en este entramado urbano, que hace frontera con Francia y Alemania, el arte y la arquitectura tienen mucho que decir.  

Empezando por el Kunstmuseum (kunstmuseumbasel.ch/), el mayor del país, que comenzó siendo uno de los primeros centros dedicados exclusivamente al arte contemporáneo y hoy está repartido en tres sedes para contener su ingente obra: más de cuatro mil pinturas y esculturas y 300.000 dibujos y grabados. Entre los artistas figuran nombres de la talla de Leger, Chagall, Rothko y Picasso.

 

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A este último lo encontramos también en la Fundación Beyeler (fondationbeyeler.ch/), que es la pinacoteca suiza más visitada. Un maravilloso edificio, ideado por Renzo Piano, que cobija la colección de un matrimonio de marchantes que logró reunir un catálogo maravilloso, con obras de Monet, Matisse, Léger, Kandinsky, Mondrian, Giacometti, Miró, Calder… y una lista interminable de genios. De sus jardines arranca una ruta de cinco kilómetros que enlaza con el parque arquitectónico de Vitra Campus donde, casi sin ser consciente, uno se planta en Alemania. 

 

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Menos pomposo es el Museo Tinguely (tinguely.ch) en un edificio proyectado por Mario Botta, cuyo color está en sintonía con la arenisca roja de la ciudad. Aquí lo que encontramos son las controvertidas esculturas de Jean Tinguely, un artista suizo famoso por sus creaciones de hierro dotadas de sonido y otras curiosidades

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EDIFICIOS SORPRENDENTES

Pero es en la arquitectura donde Basilea se rinde a un nombre propio. O mejor dicho a dos: Herzog & De Meuron, con quienes su perfil urbano guarda una relación íntima. Con más de 40 construcciones en la que es su ciudad natal, este dúo autor de la Tate Modern de Londres, el Fòrum de Barcelona o la Nueva Ópera de Hamburgo, entre otras muchas obras maestras, ha dejado una impronta digna de un tour exclusivo.

La Torre de los Ferrocarriles en la estación de Stellwerk, los edificios de las farmacéuticas Roche y Actelion o el originalísimo Vitrahaus, que es todo un puzle de geometría, son algunas de sus creaciones imprescindibles, a las que se suma la última en llegar: la llamada Ventana al Cielo, a la que muchos identifican como un rallador de queso. En realidad, es el resultado de la renovación del recinto ferial, donde todos los años se celebra Art Basel, una de las ferias de arte contemporáneo más importantes del mundo.

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HITOS CLÁSICOS

En Basilea tampoco hay que olvidarse de lo clásico, que para eso es la esencia de su origen. Lo encontramos en la Marktplatz, la plaza del mercado, que es el centro neurálgico del casco antiguo presidido por el Ayuntamiento renacentista. Y también en la Münsterplatz, la plaza de la catedral, con un templo románico-gótico con tejados de azulejos vidriados, en cuyo interior descansa la tumba de Erasmo de Rotterdam, ilustre habitante de la urbe.

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Pero nada hay más emblemático que el río, el alma de la ciudad. Con seis puentes que salvan su brecha y cuatro ferrys que lo cruzan constantemente, su imagen dibuja una bonita estampa, aderezada con el marco de la Selva Negra alemana, que se asoma en el horizonte. En verano, cuando las orillas se pueblan de terrazas móviles y puestos de comida rápida, sus aguas se llenan de bañistas agarrados a las wickelfisch, unas bolsas-flotador con forma de pez que se han convertido en el símbolo de la ciudad.

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