Cruzar al Algarve desde Huelva por el Puente Internacional del Guadiana es cosa fácil, pero en realidad al otro lado todo cambia. De repente se entra en un mundo de relojes más lentos, de baluartes corroídos por el salitre, de restaurantes con precios que aún nos resultan asequibles, de chimeneas en forma de minarete, de ventanas enmarcadas en color añil y de camaleones que, camuflados en los retamares, contemplan estupefactos las playas infinitas bordadas de dunas y pinares. Es un puente al pasado.
Nada más cruzar el puente aparece Castro Marim, un pueblo blanco ajeno a las urgencias del mundo moderno, con un castillo medieval y un fuerte abaluartado del siglo XVII. Ambas fortalezas son lugares óptimos para observar las marismas del Sapal de Castro Marim y Vila Real de Santo António, una reserva natural que se extiende sobre las más de 2.000 hectáreas del estuario del Guadiana y que es como un imán para las aves, sobre todo las espátulas, las pagazas piquirrojas y los flamencos. Casi la tercera parte del espacio está dedicado a la extracción de sal, una labor que algunos salineiros siguen realizando como sus tatarabuelos, a pura mano.
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