Cuando pensamos en monocromía, casi siempre imaginamos la idea de elegir un color y repetirlo en todas las partes que forman un diseño, pero va mucho más allá. Este concepto ha sido sinónimo de sofisticación durante años y, aunque su principal exponente ha sido la industria de la moda, también ha conquistado la arquitectura de interiores.
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En moda, la monocromía nació como una forma de resaltar la silueta sin distracciones, apostando por la fuerza de un solo color en distintas versiones. En el hogar, esta filosofía funciona de manera similar: elimina el ruido visual y permite que la atención se centre en la atmósfera, las formas y la textura.
Así como en las pasarelas un total look se ha convertido en símbolo de minimalismo y distinción, en interiorismo este recurso se traduce en ambientes pulidos y atemporales. Su magia radica en la armonía: cuando un espacio se viste de un único tono, transmite calma, elegancia y una sensación de unidad visual difícil de lograr con otros estilos.
Esta teoría de diseño suele estar protagonizada por tonos neutros, como gris, beige o blanco, ya que son versátiles y conviven de forma natural con otras tonalidades. Sin embargo, la creatividad no termina en lo básico: cada vez más diseñadores apuestan por gamas más atrevidas que aportan carácter sin perder la esencia armónica.
La clave está en que, aunque el color sea el hilo conductor, cada rincón del espacio tenga un pequeño matiz que invite a explorar. Por eso, el juego de texturas, la iluminación y las piezas personalizadas tienen un papel fundamental.
La monocromía, lejos de ser excluyente, es un lienzo perfecto para seguir explorando y proyectando nuestra personalidad. Eso sí, hay que tener en cuenta algunos puntos importantes para llevar el proyecto a buen puerto, porque es fácil fallar en el intento. Un espacio monocromático no significa aburrido o plano y con estos consejos podrás crear el hogar de tus sueños, llenándolo de tu propio estilo.