Hay algo casi subversivo en elegir un look blanco y negro en una fiesta donde los colores y los lazos familiares compiten por llamar la atención. Pero si alguien puede convertir el minimalismo en una declaración de linaje, y de intenciones, es Carlota Casiraghi. En la celebración de los 20 años de reinado del príncipe Alberto de Mónaco, mientras las princesas apostaban por rosas empolvados, encajes florales o estampados vibrantes, Carlota apareció vestida como lo haría Coco Chanel si se hubiese escapado de un retrato de Cecil Beaton para cenar con los Grimaldi: tirantes finos, cuerpo blanco, falda negra, y la elegancia justa para no necesitar más.
El blanco y negro, esa pareja aristocrática del color, no es solo un acierto estético. Cuando lo lleva Carlota, nieta de Grace Kelly y filósofa de formación, es también una forma de discurso. Chanel, la maison de la que es embajadora, no es un "patrocinio" cualquiera; es, en su caso, un lenguaje materno. Carolina de Mónaco fue musa silenciosa de Karl Lagerfeld durante décadas, y ahora Carlota no solo hereda los vestidos, sino también el gesto: ese saber caminar por la historia con un vestido sencillo pero perfecto.
La silueta que eligió para el aniversario del soberano fue deliberadamente sobria. Su vestido, que nos ha recordado a esos conjuntos de noche que Chanel reinventó en los años 30, tiene ese punto parisino que tanto cuesta conseguir: una mezcla de misterio y despreocupación, como si llevar un Chanel no fuera un evento, sino una costumbre heredada. Lo combinó con una cruz con cadena de oro y un bolso de mano de Chanel en color negro.
Y sin embargo, en su minimalismo había mensaje. Frente a los vestidos florales de Pauline Ducruet o el encaje romántico de Charlene, Carlota representaba otra forma de realeza: la intelectual, la cultural, la que cita a Deleuze y escribe sobre literatura. Porque si Grace Kelly conquistaba con su silencio fotogénico y Carolina con su porte berlinés, Carlota es la royal que se escapa a leer a Simone Weil en la Riviera mientras el resto aún posa.
Quizá por eso no ha llevado collares ni pendientes ostentosos. Solo un recogido ligeramente deshecho, unos labios rosas y ese aire de princesa de contracultura, siempre a medio camino entre el salón del trono y el café de Saint-Germain-des-Prés.