El British Museum no suele teñirse de rosa. Pero el sábado por la noche, su imponente escalinata neoclásica se convirtió en la pasarela más inesperada de Londres. El museo celebraba su primer British Museum Ball —un evento pensado para recaudar fondos y, de paso, recordar al mundo que la cultura también puede ser un fenómeno social— con un dress code tan claro como simbólico: “pink”. No un rosa cualquiera, sino el rosa de la India, inspiración cromática de la exposición Ancient India: Living Traditions. En medio de la marea de invitados —Naomi Campbell, Janet Jackson, Mick Jagger—, tres figuras destacaron por sincronía y apellido: las Spencer. Kitty, Amelia y Eliza, sobrinas de Diana de Gales, aparecieron en tres versiones distintas del mismo color. Una coincidencia que no lo era.
El evento, ideado por el director del museo, Nicholas Cullinan, y la empresaria Isha Ambani —hija del magnate Mukesh Ambani—, pretendía consolidar una nueva cita anual en el calendario londinense: una mezcla de arte, filantropía y moda de alto perfil. Los 800 invitados pagaron 2.000 libras por una cena entre piezas arqueológicas, cócteles servidos frente al friso del Partenón y música de Anoushka Shankar. “Queríamos celebrar Londres como capital de creatividad y cultura”, explicó Cullinan. En la práctica, fue también una demostración de cómo la élite británica entiende hoy el mecenazgo: con etiqueta de gala, selfie lighting y una causa legítima al fondo.
La consigna de vestir de rosa dio lugar a todo tipo de interpretaciones. Algunas invitadas se acercaron al fucsia de los saris indios; otras optaron por versiones empolvadas que recordaban los vestidos de debutante. Las Spencer, sin embargo, lograron equilibrio: tres estilos distintos que conversaban entre sí. Kitty, con su formación en fashion business y su carrera como embajadora de firmas de lujo, suele representar la faceta más internacional del clan; Amelia y Eliza, las gemelas, aportan un aire más juvenil y lúdico, menos calculado. El resultado: una foto de familia perfectamente calibrada, lo bastante espontánea para parecer natural, lo bastante estudiada para llenar titulares.
Kitty, la mayor, interpretó el código rosa en clave sofisticada: un vestido en tono chicle —aunque más próximo al de los bombones antiguos que al de un neón pop—, con escote corazón y drapeados sutiles. Lo acompañó con un abrigo de plumas blancas que aportaba un aire de diva clásica y, sobre todo, con las joyas más comentadas de la noche: un collar rígido de flores multicolor y pendientes largos a juego.
Amelia, en cambio, optó por dramatismo estructural. Su vestido asimétrico, con una sola manga abullonada y un estampado de rosas rojas sobre fondo rosa intenso, se ceñía con un gran lazo de raso en la cintura. Lo completó con un bolso de mano blanco y un recogido impecable, rematado por un conjunto de diamantes y rubíes que no pasaron desapercibidos. Eliza, la más discreta, prefirió un rosa más suave, casi empolvado, con destellos plateados. Su vestido de escote halter y caída fluida, también acompañado de un bolso blanco, brillaba bajo las luces del museo. Llevaba la melena suelta y con volumen, y joyas de diamantes que acentuaban la luminosidad del conjunto.
Detrás del color, había una narrativa. El rosa se eligió por su asociación con la luz india —de los templos de Jaipur al polvo de Rajastán—, pero también por lo que evoca en la cultura occidental: esperanza, optimismo, vulnerabilidad. En tiempos de desconfianza hacia las élites, resulta significativo que un evento tan cargado de símbolos optase por un tono tradicionalmente ligado a la suavidad. Tal vez, de manera inconsciente, el mensaje era ese: la cultura puede ser seria sin dejar de ser bella.
Y así, entre esculturas griegas y champán, las Spencer terminaron robando parte del protagonismo. No solo por su apellido ni por sus vestidos, sino porque encarnaron la síntesis de la noche en un museo que guarda la historia del mundo.