Con permiso de Nápoles, la capital siciliana se alza –¡qué casualidad!– sobre un amplísimo golfo. Árabes, bizantinos, normandos y hasta españoles dejaron su huella por la barbaridad de palazzos e iglesias de la ciudad, un delirio de lugares que por algunas esquinas parece abocado al derrumbe, pero que enamora sin remedio.