Fue el amor y el apoyo de Isabel II durante setenta y tres años de matrimonio y faltaban sesenta y dos días para celebrar su centenario

Felipe de Edimburgo, la extraordinaria y sorprendente vida de un príncipe de leyenda

Viajó hacia el exilio en una caja de naranjas, vivió de la caridad de sus parientes, superó infinidad de tragedias familiares y enamoró a la princesa Lilibeth con trece años

Reina Isabel II y Felipe de Edimburgo
P.R.

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Tenía noventa y nueve años y le faltaban sesenta y dos días para cumplir un siglo. El viaje de la vida del príncipe Felipe de Edimburgo ha sido extraordinario. Para sus nietos era ‘una leyenda’; para Isabel II, su único y verdadero amor, y para Gran Bretaña, la fuerza detrás del Trono.

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La Reina Isabel y el príncipe Felipe con sus hijos, los príncipes Carlos, Ana, Andrés y Eduardo, en la tradicional sesión de apertura del Parlamento, el 1 de noviembre de 1971.
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El duque arrastraba una historia familiar plagada de desgracias, pero tenía más sangre real en sus venas que la propia Isabel II, aunque, por mucho que fuera conocido como ‘Felipe el griego’, ninguna griega. Era hijo de príncipes, nieto y bisnieto de Reyes, tataranieto de la Reina Victoria de Inglaterra, descendiente de los Zares de Rusia y sexto en la línea de sucesión al Trono griego.

Tenía más sangre real que la Reina de Inglaterra, aunque ninguna griega, y, al igual que don Juan Carlos, su sobrina segunda doña Sofía y la propia Isabel II, era tataranieto de la Reina Victoria

Nació el 10 de junio de 1921, en la mesa del comedor deMon Repos, la villa familiar, en Corfú (donde los Reyes Juan Carlos y doña Sofía, su sobrina segunda, anunciaron su compromiso), y lo hizo como príncipe de Grecia y Dinamarca. Su padre era el príncipeAndrés de Grecia, séptimo hijo del Rey Jorge I, que murió, asesinado, en 1913, y su madre, la princesa Alice de Battenberg, bisnieta de la Reina Victoria. Su tío Constantino había sido derrocado y su sucesor, Alejandro I, falleció por la mordedura de un mono rabioso. Y, tras el estallido de la revolución (1922), su padre fue desterrado. Tenía dieciocho meses cuando la familia tuvo que partir hacia el exilio, en el crucero británico ‘Calypso’. Felipe viajó en una cuna hecha con una caja de naranjas.

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Izquierda, en julio de 1947, recién anunciado su compromiso, y derecha, en 1951, cuando el duque de Edimburgo abandonó su carrera en la Marina para apoyar a Isabel en sus deberes reales.

Gracias a la intervención del Rey Jorge V de Inglaterra, la familia pudo instalarse en St. Cloud, en las afueras de París, aunque, sin ingresos, tuvieron que vivir de la caridad de sus parientes.

“Tenía que seguir adelante”

En 1929, cumplidos los ocho años, sus padres enviaron a Felipe a la escuela Cheam, en Inglaterra. Y, un año después, su madre, con la que no volvería a tener contacto en cinco años, era ingresada, contra su voluntad, en una clínica psiquiátrica. Su padre renunció entonces a todas sus responsabilidades y se fue a vivir a Montecarlo con la condesa Andrée de la Vigne, llevando una vida sin rumbo hasta su muerte, en 1944. Esto marcó el final de su vida como familia.

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La portada de ¡HOLA!, testimonio del histórico acontecimiento de la boda de la futura Reina de Inglaterra con Felipe de Edimburgo.

El príncipe Felipe comenzó su peregrinaje por internados de Francia, Alemania (Salem), Escocia y Gran Bretaña, siendo protagonista de una infancia itinerante y traumática que moldeó para siempre su carácter: “Es simplemente lo que pasó. Tenía que seguir adelante”.

Las vacaciones las pasaba con parientes, incluidas sus cuatro hermanas, que se casaron con príncipes alemanes, aunque su guardiana fue su abuela materna, la marquesa de Milford Haven, quien residía en el palacio de Kensington. Y, después, su hijo George, marqués de Milford Haven, casado con Nada Mijáilovna, quien tenía la costumbre de lavarse los pies con champán.

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La fotografía oficial de los recién casados con sus familias, en el palacio de Buckingham (20 de noviembre de 1947).

En 1937, Felipe perdió a su hermana Cecilia; a su cuñado, el gran duque de Hesse, y a sus dos sobrinos, en un accidente de avión. Y, un año después, tras asistir a la boda de Pablo I y Federica, los padres de doña Sofía, en Grecia, también recibía la noticia de la muerte de su tutor, pasando a ser su guardián Louis Mountbatten, quien fue asesinado por el IRA, en 1979.

Encuentro con Lilibeth

El 29 de noviembre de 1934, con trece años, coincidiría por primera vez con Isabel (Lilibeth), de ocho, en la boda de Marina de Grecia (prima de Felipe) y el príncipe Jorge, duque de Kent (tío de Isabel), celebrada en Westminster. Como tataranietos que eran de la Reina Victoria y el príncipe Alberto, tenía todo el sentido, y, tres años después, volvieron a encontrarse en la coronación del Rey Jorge VI, que llegó al Trono tras la abdicación de Eduardo VIII.

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La Reina y el duque en las pruebas hípicas de Bádminton, en abril de 1968.

En 1939, a los dieciocho años y con una Europa preparándose para la Segunda Guerra Mundial, Felipe se enroló en la Royal Navy. Y es ahí donde la futura Reina le entrega su corazón, casi al tiempo que el buque Victoria and Albert, en el que viajaba junto a sus padres; su hermana, Margarita, y su institutriz, Marion Crawford, atracaba en el puerto inglés de Dartmouth. Mientras Jorge VI y su esposa, Elisabeth, cumplían con su agenda, las niñas pasarían el día con Felipe de Grecia, el mejor cadete de la Royal Naval Collage. Lilibeth, de trece años, decía sin quitarle la vista de encima: “Qué bueno es, Crawfie. Qué alto salta”. Cuando llegó la hora de partir, Lilibeth, embarcó en el buque con lágrimas en los ojos… y le ‘echó’ un largo vistazo con sus prismáticos, mientras su ‘príncipe vikingo’ seguía remando mar adentro.

Se comprometieron en secreto, en el verano de 1946, y 200 millones de personas vieron su boda. El mundo estaba fascinado con la historia de amor del guapo héroe de guerra y su bella princesa

Aunque empezaron a cartearse, no volverían a verse hasta las Navidades de 1943, cuando el príncipe fue invitado por sorpresa a palacio para asistir a la función que preparaba, Aladino.

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El príncipe Felipe sosteniendo una cerveza durante un descanso mientras arbitraba un partido de polo en Ham Common, Richmond, en 1961. Al lado, de uniforme, en una visita a las tropas de la ONU en Chipre. Abajo, en su visita a Nigeria durante una gira con la reina por África, en 1956.

Se comprometen en secreto

Felipe de Grecia se había alistado como guardiamarina, pasando gran parte de la Segunda Guerra Mundial embarcado en buques en el mar del Norte. Salvó vidas en el desembarco aliado en Sicilia, fue testigo de la rendición de Japón (1945), arriesgó su vida por Gran Bretaña y ya era un héroe.

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El príncipe sentado, en actitud relajada, en su carruaje de ponis, durante las reales pruebas hípicas de Windsor. Con este deporte representó a Gran Bretaña en seis campeonatos internacionales.

Como preludio a la paz, le envía a la princesa esa primavera una fotografía en la que aparece, al igual que un lord del mar, con barba dorada e impecable uniforme. Como dedicatoria: “Para Isabel, Felipe”. Mientras su héroe lucha contra el enemigo desde el HMS Valiant, de la Royal Navy, la princesa lo hace desde tierra firme como mecánica de los coches de las tropas, resistiendo las presiones de su familia y rechazando a todos los pretendientes. Finalizado el conflicto, Felipe se presenta en el castillo de Windsor. Isabel ya tiene diecinueve años y pasean cogidos de la mano por Windsor Park.

Llegó a palacio como un príncipe pobre y con intenciones ‘sospechosas’… y murió como el abuelo de la nación

El príncipe ha sido destinado a la Escuela de Suboficiales en Corsham, en Wiltshire, como instructor. Podrán verse todos los fines de semana y también en vacaciones, en Balmoral. La residencia a la que llegó con su maleta raída, en el verano de 1946, para comprometerse en secreto. “Le dije que sí junto a un lago que me encantaba, con las nubes blancas flotando y un zarapito cantando fuera de la vista”, recordaría la Reina.

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La actriz Gwyneth Paltrow y el príncipe Felipe conversan en la recepción del lanzamiento oficial de ‘The Arts Club’, en Mayfair, organizada por el príncipe en octubre de 2005. A la izquierda, elegantemente vestido para el Derby de Ascot.

El Rey accede a la boda con dos condiciones: que la princesa los acompañara en su gira por el sur de África, para reflexionar sobre su decisión, y que no hubiera anuncio oficial hasta después de su veintiún cumpleaños. Finalmente, en 1947, Buckingham confirma el compromiso. Isabel muestra al mundo su anillo de diamantes y platino, diseñado por su prometido, y Felipe renuncia a sus títulos griegos y daneses.

La novia del imperio

Nueve meses después, por gracia del Rey, Felipe, de veintiséis años, se convierte en príncipe de Edimburgo, conde de Marioneta y barón de Green­wich. Y como tal, el 20 de noviembre de 1947, espera en el interior de la abadía de Westminster a su futura esposa, junto a 2.000 invitados, aunque entre ellos no están sus hermanas. Así lo ha decidido el Gobierno por su vinculación con el nazismo. La novia del Imperio viste un diseño de Norman Hartnell, en raso de seda, brocado y muselina, bordado con perlas y cuentas de cristal, y corona su atuendo con la diadema Fringe, de la Reina Mary. El novio lleva el uniforme naval de gran gala. Todos estaban fascinados: el guapo y elegante héroe de guerra y su bella princesa, protagonizando la primera boda real retransmitida en directo al mundo, que ven 200 millones de personas.

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La princesa Isabel y el príncipe Felipe con Carlos y Ana, en 1950. A lado, el día que el príncipe consiguió sus alas como piloto de la RAF (4 de mayo de 1953).

Llegan, entonces, los años felices. En 1949, Felipe se hace de nuevo a la mar e Isabel se une a él en Malta. El príncipe Carlos, que acaba de nacer (1948), se queda con los abuelos, y la princesa disfruta del papel de esposa de un oficial de la Royal Navy sabiendo que está embarazada de nuevo. En el verano de 1950, nace la princesa Ana y todo son buenas noticias hasta que, en julio de 1951, al Rey se le diagnostica un tumor en el pulmón izquierdo.

De rodillas ante su soberana

Pensaban que tenían muchos años por delante para disfrutar como una joven familia y que Felipe podría ganar méritos para convertirse en almirante, pero no fue posible. La puerta se cerró de golpe. Estaban en Kenia —en una gira por la Common­wealth— cuando la muerte del Rey les fue anunciada. Isabel II se convirtió en Reina el 6 de febrero de 1952, aunque, guardando luto por su padre, esperó al 2 de junio de 1953 para ser coronada. Tenía veinticinco años y no habían pasado ni cinco de su boda cuando volvían de nuevo a la abadía de Westminster, mientras sonaban las trompetas y retumbaban los cañones en la Torre de Londres. “Todo lo que he prometido aquí lo realizaré y cumpliré”, dijo, mientras una ovación inundaba la abadía: “Dios salve a la Reina”.

Fue el jefe de la familia, quería y estaba muy orgulloso de sus hijos y su relación con el príncipe Carlos la resumió diciendo: “Es romántico, yo soy pragmático. Vemos las cosas de forma diferente”

Arrodillado ante la soberana ungida y poniendo sus manos sobre las de ella, su marido juró: “Yo, Felipe de Edimburgo, me convierto en vuestro vasallo. Y la fe y la verdad me guiarán hacia ti, en la vida y en la muerte. Que Dios me ayude”.

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La Reina y el duque celebrando sus bodas de plata, en Balmoral, con sus cuatro hijos. El duque trató de guiar ‘lo mejor posible a mi familia’ (en sus palabras). Y es ahora, después de su muerte, cuando, a través de las declaraciones de sus hijos, ha quedado más de manifiesto ese amor y esa dedicación. Fue un padre entregado que leía cuentos a sus hijos, que rodaba con ellos por las dunas de arena, que les hacía barbacoas y les enseñaba a montar a caballo, a pescar, a pintar, y que siempre estuvo ahí para dar un abrazo o un consejo. De niños y de mayores.

Sin modelo a seguir

Ahora era también su súbdito. El teniente destinado a ser un líder de hombres seguiría a una mujer a partir de entonces. Mientras la nueva Reina ponía la primera piedra de su reinado, el duque lamentaba el final de su vida libre y de su carrera, con treinta y un años. Isabel tenía un modelo a seguir, pero Felipe no. El último consorte masculino había muerto un siglo antes. Cuando, tiempo después, fue preguntado sobre si había sabido qué hacer cuando Isabel accedió al Trono, el duque respondió: “No. Tuve que tratar de apoyar a la Reina lo mejor que pude sin interponerme en su camino. La dificultad fue encontrar qué hacer y ser útil”. Y, mirando hacia tras, su legado es impresionante. Imposible enumerar sus logros en su larga vida de servicio público.

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Tres imágenes del duque en su faceta deportiva, recibiendo un trofeo, jugando al polo y navegando en su velero en las regatas de Cowe. Fue un deportista entusiasta durante toda su vida: remo, vela, críquet, ‘hockey’, polo... Su frase seguía siendo: “Es mejor agotarse que oxidarse”.

Era enérgico, trabajador, creativo, muy inteligente y, con mucho, el mejor orador público de la familia. Fue el primer miembro que se atrevió con una entrevista en televisión y a explorar nuevos campos, ayudando a adaptar la monarquía a los nuevos tiempos. Allí donde no llegaba Su Majestad, estaba firme el príncipe Felipe. Era sus ojos, sus oídos, la persona con la que podía desaho­garse, la de mayor confianza. Y hubo años muy difíciles, en los que tuvieron que sortear grandes crisis, como la separación de Carlos y Diana, en 1992; el incendio del castillo de Windsor, y, sobre todo, la trágica muerte de la princesa de Gales.

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Preparando una barbacoa con la princesa Ana, en Balmoral, en septiembre de 1971. Le encantaba cocinar.

Felipe también alivió la carga de Isabel II al ocuparse de administrar las propiedades en Windsor, Balmoral y Sandringham, tras liderar una modernización a gran escala: desde liberar a los lacayos de palacio de empolvarse el pelo (tradición del siglo XVIII) en las grandes ocasiones hasta llevar todas las comodidades y adelantos a los palacios. Sin olvidar lo más importante, el haberse convertido en la roca de una Familia Real que se fue agrandando con los nacimientos de los príncipes Andrés (1960) y Eduardo (1964). Cuatro hijos a los que no pudo dar su apellido, tras acordar la Reina con el Gobierno de Churchill que la Casa tenía que seguir siendo Windsor. De ahí su famosa frase: “Solo soy una maldita ameba”.

Felipe como padre, suegro y abuelo

“Soy, naturalmente, algo parcial, pero creo que a todos nuestros hijos les ha ido bastante bien en circunstancias muy difíciles y exigentes y espero que me perdonen por sentirme orgulloso de ellos”, dijo en las celebraciones de sus bodas de oro. Y lo estaba de verdad de los cuatro, aunque nunca mostró sus emociones. El duque trató de guiar “lo mejor posible a mi familia” (en sus palabras). Y es ahora, después de su muerte, cuando, a través de las declaraciones de sus hijos, ha quedado más de manifiesto ese amor y esa dedicación. Fue un padre entregado que leía cuentos a sus hijos, que rodaba con ellos por las dunas de arena, que les hacía barbacoas y les enseñaba a montar a caballo, a pescar, a pintar, y que siempre estuvo ahí para dar un abrazo o un consejo. De niños y de mayores. Aunque, eso sí, todos sabían que la princesa Ana era su preferida y que su relación con el príncipe Carlos, al que tuvo que imponer una mayor disciplina, en miras a su futuro como Rey, no siempre fue bien. El príncipe Felipe lo resumió así: “Carlos es romántico, yo soy pragmático. Eso significa que vemos las cosas de forma diferente”.

FELIPE EDIMBURGO HO4003©GettyImages
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Arriba, el duque de Edimburgo con los príncipes de Gales el día de su boda, en julio de 1981. Abajo, el duque bromea con sus nietos Guillermo y Harry, en un acto en la Academia Militar de Sandhurst, en 2006.

Pero no solo con sus hijos. Felipe también fue un buen suegro, aunque solo hubo un final feliz, con la condesa de Wessex y el príncipe Eduardo. El único matrimonio que se ha sostenido en pie. Es historia lo que sucedió con la princesa de Gales, aunque no se conoce tanto la dedicación que el duque tuvo con su nuera. Quería a Diana, tenía complicidad con ella e intentó apoyarla cuando su matrimonio comenzó a desmoronarse. En esa época, le escribía cartas a diario firmadas “con amor, de papá”, ofreciéndose a ayudarla, aunque reconociendo que “no tengo talento como consejero matrimonial”. “No puedo imaginarme a nadie en su sano juicio dejándote por Camilla”, le escribió. Diana reconoció que las cartas fueron útiles al principio, pero, a medida que se iba acercando la separación, el afecto dio paso a otros sentimientos.

Quería a Diana, tenía complicidad con su nuera e intentó apoyarla cuando su matrimonio comenzó a desmoronarse. En esa época, le escribía cartas a diario firmadas “con amor, de papá”

Aunque, como nuera, la peor parte se la llevó Sarah Ferguson. Nunca llegó a olvidar sus fotografías en top­less y dejándose besar los dedos de los pies por John Bryan, en unas vacaciones en 1992. Sarah había roto la primera regla del duque: nunca hagas nada que avergüence a la familia. Estaba decepcionado y rompió los lazos, aunque siempre fue un abuelo maravilloso con sus hijas. En realidad, con todos los nietos (ocho) y, en los últimos años, también con sus diez bisnietos (a los dos más pequeños no llegó a conocerlos), maravillado de la familia que había creado.

Duque de Edimburgo y Familia Real Británica©CordonPress
Imagen familiar en Balmoral (1992), de izquierda a derecha, la duquesa de York con su hija Beatriz, la princesa de Gales, el príncipe Felipe y el príncipe de Gales —su brazo en cabestrillo, tras rompérselo en una caída de polo— junto a la Reina y (en el sentido de las agujas del reloj) Peter Phillips, el príncipe Guillermo, Zara Phillips y el príncipe Harry.

“No puedo aguantar mucho más”

Ese fue el mejor regalo para un hombre que se crio ‘huérfano’, sin un hogar al que volver… y que solo tuvo un respiro de tres años, desde que, en 2017, decidió no atender más compromisos públicos. Entonces tenía noventa y seis años y llevaba casi setenta como miembro activo de la Familia Real. Como dijo en su despedida, pasando revista por última vez a las tropas de la Real Marina británica: “No puedo aguantar mucho más”. Los datos eran abrumadores: más de 22.000 compromisos, patrón de 780 organizaciones, casi 5.500 discursos... y casi 15 libros. Estaba escribiendo el último.

Ha sido el príncipe consorte más longevo del Reino Unido y la persona de mayor confianza de la Reina, en una vida entrelazada entre el amor y el deber
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El duque en una de sus últimas apariciones públicas, en julio de 2020. Entregó el patrocinio del Regimiento de Rifles a la duquesa de Cornualles.

Para el duque, la jubilación significaba, simplemente, que no se esperara nada de él. Y eso pasaba por alejarse de la vida palaciega, en Wood Farm, Sandringham, con un personal mínimo y su ayuda de cámara más querido, William Henderson. En este refugio, el príncipe todavía se animaba con la cocina, aunque, sobre todo, se entretenía leyendo libros de historia —tenía una biblioteca personal de más de 11.000 libros—, escribiendo, pintando acuarelas, cuidando de sus campos de trufas negras, paseando y conduciendo carruajes, el deporte con el que el representó a Gran Bretaña en seis campeonatos internacionales y que lo acompañó hasta casi el final de su vida. Porque el duque también fue un deportista entusiasta durante toda su vida: remo, vela, críquet, hockey, polo... Su máxima seguía siendo: “Es mejor agotarse que oxidarse”.

“No me tomo tan en serio”

Sus apariciones públicas en los últimos años se contaron con los dedos de la mano y fue memorable su presencia en las últimas cuatro bodas reales, celebradas en Windsor: la del príncipe Harry, en mayo de 2018; la de la princesa Eugenia, cinco meses después; la de Lady Gabriella Windsor, en 2019, y la de la princesa Beatriz, en julio de 2020. Para el príncipe Felipe fue la última gran celebración familiar, habiendo podido ver casarse a sus nietos, a excepción de los dos más pequeños, Lady Louise y James, vizconde Severn, los hijos de los condes de Wessex.

Tenía una biblioteca de 11.000 libros, escribía, pintaba, cocinaba, pescaba, cuidaba de sus campos de trufas, fue un gran deportista y tenía una frase preferida: “Es mejor agotarse que oxidarse”
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Izquierda, de luna de miel en Broadlands, en 1947. El matrimonio, a la derecha, volvió al mismo lugar, en 2007, para celebrar su aniversario de bodas de diamante, con la Reina llevando las mismas perlas (un regalo de boda de sus padres) y el broche recordando los primeros días de su matrimonio.

El príncipe fue visto por última vez el 16 de marzo, cuando salía del hospital King Edward VII, de Londres. Sonreía en algunas imágenes y, con la mano en alto, sacaba fuerzas para saludar. Cuando, hace algunos años, le preguntaron con qué epitafio le gustaría ser recordado, el duque dijo: “No me tomo tan en serio”. Genio y figura.