Ana Pávlovna, una reina rusa para los Países Bajos

Por hola.com

La reina Ana de los Países Bajos (1795-1865) es recordada actualmente como la Soberana más elegante y sofisticada que ha conocido aquel país, habitualmente caracterizado por su sobriedad y ausencia de boato. Durante los nueve años que Ana Pávlovna fue Reina de los Países Bajos, sus exquisitos vestidos y fulgurantes joyas causaron gran admiración tanto dentro como fuera de las fronteras neerlandesas, aportando cosmopolitismo a la Casa Real holandesa. Fue la reina Ana por lo demás una mujer respetada aunque escasamente popular, a causa de su carácter distante y estricto. En estas líneas repasamos su vida.

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Nace la futura reina Ana el 18 de enero de 1795 en el Palacio Gatchina de San Petersburgo, siendo la sexta hija del futuro emperador Pablo I de Rusia (1754-1801) y de la segunda esposa de ésta, la María Feodorovna (1759-1828). Además de sus cinco hermanas mayores, Ana, quien recibió al nacer el título de Gran Duquesa, tenía en el momento de su nacimiento dos hermanos, el futuro Alejandro I (1777-1825) y el gran duque Constantino (1779-1831). Pese a ello, los Emperadores esperaban que el recién nacido fuera un varón, por lo que la decepción al nacer la pequeña Ana apenas fue disimulada. La razón principal de esta desilusión se encontraba en el hecho de que la llegada de una sexta niña suponía que sus padres tendrían que buscarle, al igual que a sus hermanas, un candidato idóneo para desposar, una tarea ya de por sí ardua, y entregarle una abultada dote, a la altura de lo que se esperaba de la todopoderosa Familia Real rusa.

El desencanto de los progenitores fue en definitiva mayúsculo, hasta el punto que la pequeña fue criada casi de manera absoluta por su abuela, la emperatriz Catalina la Grande (1729-1796). Ésta se habría ofrecido a educar a la gran duquesa Ana, una vez que desconfiaba de su hijo Pablo, al considerarlo demasiado excéntrico y voluble de carácter para convertirse en Emperador. La Emperatriz, de hecho, se encontraba en esos momentos moviendo los hilos para que Pablo no fuera coronado y el poder pasara a su nieto Alejandro. Sus planes sin embargo se fueron al traste de la manera más dramática cuando el 17 de noviembre la Emperatriz es víctima de un fulminante ataque de apoplejía que acaba con su vida a las pocas horas. Pese a los intentos de su madre por impedirlo –algunas fuentes apuntan a que el testamento de la Emperatriz, en el que desheredaría a su hijo, fue destruido por los partidarios del nuevo Emperador-, Pablo se convierte de forma en Emperador de Rusia.

La muerte de Catalina la Grande supuso no solo un terremoto político en Rusia, sino que también afectó de manera directa a Ana, que pasó de nuevo a depender directamente de su madre. Ésta, poco interesada en la educación de sus hijos, encargó a su gobernanta suiza, de nombre Boucis, la formación de su hija. La pequeña Gran Duquesa aprendería así a hablar perfecto francés y alemán, además del ruso.

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La vida de Ana transcurriría de forma tranquila hasta 1801, cuando el emperador Pablo es asesinado por un grupo de militares que buscaban su abdicación. Su hijo Alejandro, no sin rumores de ser él mismo el instigador del magnicidio, se convertía así en Emperador de Rusia. Comenzaba así un periodo en el que Rusia se vio inmersa en las llamadas guerras napoleónicas, que culminarían en el Tratado de Tilsit (1807), por el que Rusia se unía a un frente antibritánico. Con el objeto de fortalecer las relaciones entre Francia y Rusia, Napoleón (1769-1821), además, pidió en 1809 la mano de la gran duquesa Ana, quien en ese momento tenía catorce años. El zar Alejandro se negó, aludiendo a la juventud de su hermana y temiendo que la pequeña Ana se convirtiera en un arma estratégica de Napoleón.

La negativa a casar con el gran general galo, abrió en cualquier caso la veda para los pretendientes de la Gran Duquesa. Dos candidatos, en 1814 y 1815 respectivamente, fueron los que más cerca estuvieron de conseguir la mano de la hermana del Zar: el Conde de Berry (1778-1820) y el archiduque Fernando de Austria (1793-1875). En el caso del primero el problema insalvable era la necesidad de que la Gran Duquesa se convirtiera al catolicismo, algo que para la joven Ana, muy creyente, era impensable. En cuanto al Archiduque austriaco los impedimentos fueron de carácter político.

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Una vez que Napoleón fue derrotado en la Batalla de Waterloo y tras la celebración del Congreso de Viena, el zar Alejandro llega a la conclusión de que había llegado el momento de casar a su hermana. Entre los candidatos que barajó, terminó decidiéndose por el Príncipe heredero holandés, Guillermo (1792-1849), quien era conocido en su país con el sobrenombre de “El héroe de Waterloo”, como consecuencia de su heroica participación en la célebre batalla. Ya en 1814, el Soberano ruso había pensado en Guillermo como esposo de su hermana, si bien por aquel entonces el Príncipe holandés estaba comprometido con la princesa ingles Carlota Augusta (1796-1817). Una vez que ese compromiso se rompió –la princesa Carlota Augusta terminaría contrayendo matrimonio con Leopoldo I de Belgica (1790-1865)- el Zar se puso en contacto con el rey holandés, Guillermo I (1772-1843), para informarle de la disponibilidad de su hermana. El Soberano holandés recibió la noticia con gran alegría, no solo porque consideraba a la Gran Duquesa como una excelente candidata a esposa de su hijo, sino también, y no menos importante, por la enorme riqueza de la Familia Real rusa.

Las gestiones para el matrimonio se pusieron en marcha. El príncipe Guillermo se trasladó a Rusia para pedir la mano a la Gran Duquesa. Pese a que en primera instancia el encuentro fue algo frío, el Heredero holandés supo convencer a la Gran Duquesa de su bonhomía y de su intención de hacerla feliz. Además la prometió que podría seguir profesando la fe ortodoxa, algo muy importante para la Gran Duquesa, que acabó aceptando la proposición del holandés.

El 21 de febrero de 1816 se celebra en San Petersburgo la boda entre la gran duquesa Ana y el príncipe Guillermo de los Países Bajos. Las celebraciones duran once días y el lujo inunda cada detalle del evento. La Gran Duquesa aparece con un fastuoso vestido de bodas decorado con infinidad de piedras preciosas. En agosto de ese mismo año los recién casados llegan a los Países Bajos. La ya princesa Ana está embarazada. Su primera impresión de su nuevo país no es del todo positiva. Especialmente la relación con los súbditos –la Familia Real holandesa siempre ha sido muy cercana a los ciudadanos- le resulta ajena y la Princesa pronto se recluye en el Palacio Real de Bruselas –en aquellos momentos los Países Bajos estaban formados por las actuales Holanda y Bélgica- donde intenta reproducir la pomposa vida cortesana rusa.

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Los siguientes años la Princesa se dedica sobre todo a criar a sus hijos: Guillermo (1817-1890), Alejandro (1818-1848), Enrique (1820-1879), Casimiro, muerto unos meses después de nacer en 1822, y Sofía (1824-1897). No sería hasta 1840 cuando llegaría el momento más importante de la vida de la Gran Duquesa. Ese año su marido, tras la abdicación de Guillermo I, se convierte en Rey de los Países Bajos y ella, pues, en Reina consorte. El gusto por el lujo y el boato de la reina Ana se deja ver desde el primer momento, cuando aparece en la investidura de su marido vestida con un majestuoso vestido de terciopelo coronado con una diadema de una belleza simpar. La residencia de los nuevos Reyes se instala en el Palacio Kneuterdijk de La Haya que es acondicionado según las directrices de la nueva Soberana. La riqueza y el fasto se dejan notar en cada una de sus esquinas y se llega a instalar incluso un zoo privado en el que se exhiben ejemplares de las más exóticas clases de animales. Fueron los años más felices de la Reina. En este mismo tiempo la Soberana comienza además a interesarse por la realidad social de su país, convirtiéndose en una gran benefactora. Sin embargo, pronto la tragedia haría acto de presencia en la vida de la Reina por partida doble.

En 1848, con apenas 29 años, el príncipe Alejandro fallece en la Isla de Madeira, donde se encontraba para intentar curar una tuberculosis. El golpe para la Reina es durísimo. Casi sin poder recuperarse, el 17 de marzo del año siguiente su marido sufre una caída en Rótterdam que termina causándole la muerte. Su esposa, al conocer la noticia, entra en un estado de histeria que dura días. Durante el entierro de su querido esposo solo se escuchan los gritos de su indescriptible dolor. Con la trágica muerte de su marido la reina Ana dejaba de ser Soberana de los Países Bajos.

El resto de su vida la pasó la reina Ana en el Palacio Soestdijk, dedicada a sus aficiones, como el bordado o el cuidado de perros de caza. Prácticamente olvidada por su pueblo y sin prácticamente haber hecho una aparición pública en más de tres lustro, la reina Ana muere en 1865 a la edad de 70 años. Sus restos mortales descansan en la cripta de los Oranje de la Iglesia Nueva de Delft.