Julio Iglesias posa por primera vez junto a Miranda y sus hijos

Por hola.com

Me despierta el canto del gallo en este rincón de la Española, nombre con el que Colón bautizó esta esquina del paraíso en el Caribe, hoy República Dominicana. Hemos entrado en el planeta Iglesias. No es fácil atravesar los altos muros coralinos de su casa. Después de un largo silencio, a veces una fugaz entrevista en su avión, a pie de calle, durante una cena, a la puerta de un concierto..., «la leyenda» se ha decidido a hablar. Quiere decir algunas cosas, aclarar conceptos; tampoco le preocupa mucho el digan lo que digan, pero quiere decir algunas cosas. Le hemos acompañado por el globo en distintas ocasiones; estuvimos con él a pie de obra, siempre, siempre, «cuando había que estar». También hemos respetado su silencio, que es algo que Julio Iglesias adora por encima de todo. Su intimidad. Como el lobo, cerca su sitio; como el león, el viejo león, mide sus distancias. Ahora hemos volado hasta Punta Cana, como miles de españoles hacen desde hace años para disfrutar del sol en sus merecidas vacaciones. Aquí ha levantado un poblado balines —siempre le atrajo Oriente—, en este mapa de la América caliente, musical, cercana, misma lengua, buena gente, el color, los sentidos que a él tanto le gustan y de los que tanto necesita.

En mi bloc de notas he anotado: los niños de Julio y Miranda buscan nidos en el tronco de los grandes árboles de La Ceiba. Miranda atraviesa el paisaje, de blanco, descalza, serena, en silencio; viene de la habitación con la luz azul de Internet —como una burbuja mediática— y va hacia la inmensa cocina, donde siempre, siempre, se huele un aroma español. Luego enseña a las pequeñas a nadar en la piscina que cerca los cuartos de invitados. Crecen los flamboyanes que Julio plantó. En algún momento de la larga entrevista dirá: «No tengo tiempo ni de ver crecer los árboles ni de construir casas. Si planto árboles, son ya grandes, y si busco una casa, la busco hecha».

Está Julio como de vuelta de todo, pero con ganas de todo, a la vez. Come poco, frugalmente, y bebe, como mucho y siempre en compañía, eso sí, media botella de vino al día de su buenísima bodega.

Nos conocemos hace mucho tiempo, más de treinta años. Escribí el libro de su vida, «Entre el cielo y el infierno». Hoy hay de cena en casa puré de lentejas y cordero, y un buen trago de vino, naturalmente, tinto y español. El come un plato de apio con aceite mediterráneo.

Le pregunto, para empezar, si tiene perro, recordando la imagen universal hace unos días del de Raniero de Mónaco inmediatamente después del príncipe en su último adiós.

—Mi perro fue y sigue siendo «Hey», y desde que murió ya no tengo perro. Lo tienen mis hijos; ése que hay ahí y que se llama «Caballero», que es un perro vagabundo, como yo, que un día llegó a mi casa del Sur de España y Miranda lo recogió y vive con nosotros.

Caracolas blancas. Julio camina por su parque y no lleva encima, como siempre, ni un tatuaje ni un peso, ni reloj siquiera. La misma ropa, muy lavada y muy usada; los mocasines ligeros. Hemos visto el partido de fútbol del Madrid con el Levante en directo y ya sabía desde primera hora los resultados de las elecciones en el País Vasco. Siempre conectado al satélite, desde las siete de la mañana, ya sabe lo que pasa por el mundo entero. Sobre todo, eso siempre, en España, esté donde esté.
—Para empezar, aquella canción tuya, universal, «Me cansé de vivir», ¿recuerdas?
—Ya no quiero sobrevivir; ahora lo que quiero es vivir... Le gustan las frases que suenan. Que tienen música. De lejos viene Miranda —muy bella—, con su resplandor de marfil. Los niños están en la escuela de la propia casa. Oscar de la Renta, que tiene una hermosa casa al lado, se ha ido a Nueva York. Desde lejos, Julio, como un piropo, le dice a Miranda, que viene caminando descalza sobre el verde:
—¡Guapa!